¡Ahora!

¡Ahora!

—LUCIA, levanta ese lápiz de color que se te cayó, antes de que alguien lo pise — le advirtió su madre. —Ahora —respondió Lucía—. Todavía no terminé de pintar el caballo. Se me cayó un lápiz de color verde. No lo necesito. Un caballo no es verde. Lucía colocó el lápiz de color rojo en la caja. Ahora necesitaba uno negro para pintar la crin del caballo. Lo encontró y la pintó. Luego pintó también la cola negra. —Mira, mamá, mi caballo está todo pintado. ¿Cierto que está lindo? —Y diciendo así levantó la figura pero la mamá había salido de la cocina. El lápiz de color verde todavía estaba tirado en el suelo. Lucía se había olvidado de él. Guardó los papeles y los lápices de color en el estante. Luego se fue a buscar a Anabela. Anabela era la muñeca favorita de Lucía. Tenía un cabello dorado largo y ojos azules que se abrían y cerraban. Cuando Lucía la ponía boca abajo decía: “Mamá”. Lucía tenía también para Anabela un lindo cochecito. Lucía jugó con la muñeca hasta que se le ocurrió hacer otra cosa. Entonces la colocó en el cochecito, la cubrió con una colchita y Anabela quedó con los ojos cerrados. Era la hora en que el papá volvía a la casa del trabajo. Lucía miró por la ventana. Lo vio venir y corrió a recibirlo. Le dijo que había pintado un caballo. —Lo hice para ti, papito —le dijo—. Ven que te lo voy a mostrar. El papá entró con Lucía en la sala. ¡Crac! —¿Sobre qué pisé? —preguntó el papá. —Yo no sé —dijo Lucía. —Yo sé —intervino la mamá—. Fue sobre tu lápiz de color verde. No lo levantaste cuando te dije. Dijiste: “Ahora”. —Me olvidé —dijo Lucía—. Ahora ya no tengo más lápiz de color verde. No puedo pintar hojas ni pasto. —Lo siento —dijo el papá—, pero me parece que una chica de cinco años es bastante grande para cuidar de sus cosas. —Yo soy bastante grande. Sólo que me olvidé —dijo Lucía. —Si hicieras las cosas inmediatamente en lugar de decir ahora, te sentirías mucho más feliz —le recordó la mamá. —Oh, bueno, yo no uso demasiado el lápiz de color verde. Tengo muchos otros colores —se consoló Lucía. —Ese no es el caso —dijo la mamá—. Algún día te vas a arrepentir de dejar las cosas para hacerlas después. Ese es un mal hábito. —Debes aprender a hacer las cosas inmediatamente, Lucía —le recalcó el papá.
Lucía buscó el dibujo del caballo y cuando su papá lo vio le gustó. —¿No quieres colgarlo en la pared de la pieza donde trabajas? —le preguntó ella. ¡Claro que sí! —le contestó el padre—. Dame el martillo y cuatro tachuelas, por favor. Lucía encontró la caja de tachuelas pero no pudo encontrar el martillo. —¿Dónde está el martillo, mamá? —preguntó ella. —Yo no sé —le respondió la mamá—. Estuviste rompiendo nueces con él hace unos días. Te pedí que lo guardaras. Recuerdo que dijiste: “Ahora”. ¿Qué hiciste con él? —¡Oh, yo sé! —dijo Lucía—. Lo puse en la ventana. Me olvidé de guardarlo. Lucía corrió hacia la ventana. Allí estaba. Para alcanzarlo tuvo que estirarse sobre el cochecito de Anabela. Por alguna razón el martillo se le escurrió de las manos y fue a caer justamente sobre la cabeza de Anabela. ¡Crac! La cabeza de la muñeca se rompió en dos. Lucía comenzó a llorar. —Ya no tengo más lápiz de color verde. Y ahora Anabela se rompió. Pronto no voy a tener nada más con qué jugar. —Claro que sí —le dijo el papá—, a menos que aprendas a guardar las cosas inmediatamente. Lucía le echó otra mirada a Anabela. —Mamá —dijo—, ¿podrías arreglarle la cabeza con algún pegalotodo? —Podría probar —dijo la mamá—. “Ahora”. ¡No, mamá! —lloró lucía—. Ahora mismo, por favor. Nunca volveré a decir ahora. Y lo hizo.