Cincuenta centavos de recompensa
(Por Rafael Escandón)
CUANDO sonó el despertador a las cuatro de la mañana, Guillermo se levantó sin pensarlo dos veces. Había dormido poco esa noche porque se había quedado hasta tarde arreglando su equipo para esquiar. Se alistó a la carrera, tomó luego un desayuno muy sencillo a esa hora tan inoportuna, y le pidió a su padre que lo llevara a la escuela secundaria, desde donde saldrían para la Sierra Nevada a esquiar por tres días.
Guillermo Escandón era un alumno de la escuela Preparatoria dependiente del Colegio de la Unión del Pacifico, y cursaba el segundo año. Y en esta ocasión no quería perderse la oportunidad de practicar uno de sus deportes favoritos. Por esa razón, se había esforzado para conseguir las subscripciones al periódico de la escuela que se necesitaban para participa en una excursión gratuita a la nieve con los otros compañeros que habían hecho lo mismo.
Lo único que le tocaba pagar era el ascensor que los subiría a la montaña.
Guillermo se acomodó en la camioneta del pastor Juan Kerbs, profesor de Biblia de la escuela, y junto con otros compañeros de clases y la profesora Benson, después de haber hecho una oración en conjunto, partieron hacia la nieve. A pesar de los inconvenientes de la madrugada, todos iban radiantes de alegría. Jaime Kerbs, presidente de la Asociación Estudiantil; e hijo del profesor ya mencionado, era el chofer del vehículo.
Un poco antes de llegar a la cancha para esquiar resolvieron entrar a un restaurante para tomar algo caliente y cambiarse de ropa. Y, sin perder tiempo, así lo hicieron. Después, con el equipo ya listo, partieron de nuevo. No habían recorrido ni medio kilómetro cuando Guillermo, acordándose de algo, le dijo de pronto a Jaime:
-Regresemos. Dejé mi billetera sobre el lavamanos. Atendiendo al pedido de su amigo, Jaime dio vuelta inmediatamente.
Pero cuando llegaron de nuevo al restaurante, la cartera de Guillermo había desaparecido.
-¿Cuánto dinero tenias en la cartera? -le preguntó la señora Benson. -No era mucho; sólo tenía lo suficiente para pagar por la "silla" durante estos tres días -repuso con tristeza el aludido. -¿Cuánto era? -inquiriole; Rebeca Specht, una de las compañeras del viaje. -¡Treinta y cuatro dólares con setenta y cinco centavos! Aquélla experiencia hizo que por un instante el ánimo del joven decayera. Pero consiguió dinero prestado de uno de sus compañeros para poder divertirse en la nieve; y trató de olvidar su desgracia lo mejor que pudo.
A los pocos días recibió por correo la billetera con las fotografías que en ella tenía, el permiso para manejar y las monedas que se hallaban en uno de los compartimentos. Había perdido sólo los 34 dólares en billetes.
Dos semanas después de haberle ocurrido aquel incidente desagradable, al andar por los terrenos del colegio, Guillermo encontró un monedero sin identificación alguna. Al contar el dinero que aquélla contenía, descubrió, para sorpresa suya, que había 34 dólares con 50 centavos. Pensó entonces que Dios le había enviado ése dinero para recuperar precisamente lo que se le había perdido, pero escuchando la voz de su conciencia lo llevó a la oficina de objetos perdidos. Allí registraron su nombre y el número de su teléfono.
Seis semanas más tarde Guillermo recibió una llamada telefónica de la oficina de objetos perdidos. Como nadie había reclamado aquel dinero, ahora se lo entregaban como suyo. El joven enseguida le dio gracias a Dios por haber premiado su honestidad. Además de haber recuperado su dinero, recibía ahora cincuenta centavos de recompensa.
Guillermo Escandón era un alumno de la escuela Preparatoria dependiente del Colegio de la Unión del Pacifico, y cursaba el segundo año. Y en esta ocasión no quería perderse la oportunidad de practicar uno de sus deportes favoritos. Por esa razón, se había esforzado para conseguir las subscripciones al periódico de la escuela que se necesitaban para participa en una excursión gratuita a la nieve con los otros compañeros que habían hecho lo mismo.
Lo único que le tocaba pagar era el ascensor que los subiría a la montaña.
Guillermo se acomodó en la camioneta del pastor Juan Kerbs, profesor de Biblia de la escuela, y junto con otros compañeros de clases y la profesora Benson, después de haber hecho una oración en conjunto, partieron hacia la nieve. A pesar de los inconvenientes de la madrugada, todos iban radiantes de alegría. Jaime Kerbs, presidente de la Asociación Estudiantil; e hijo del profesor ya mencionado, era el chofer del vehículo.
Un poco antes de llegar a la cancha para esquiar resolvieron entrar a un restaurante para tomar algo caliente y cambiarse de ropa. Y, sin perder tiempo, así lo hicieron. Después, con el equipo ya listo, partieron de nuevo. No habían recorrido ni medio kilómetro cuando Guillermo, acordándose de algo, le dijo de pronto a Jaime:
-Regresemos. Dejé mi billetera sobre el lavamanos. Atendiendo al pedido de su amigo, Jaime dio vuelta inmediatamente.
Pero cuando llegaron de nuevo al restaurante, la cartera de Guillermo había desaparecido.
-¿Cuánto dinero tenias en la cartera? -le preguntó la señora Benson. -No era mucho; sólo tenía lo suficiente para pagar por la "silla" durante estos tres días -repuso con tristeza el aludido. -¿Cuánto era? -inquiriole; Rebeca Specht, una de las compañeras del viaje. -¡Treinta y cuatro dólares con setenta y cinco centavos! Aquélla experiencia hizo que por un instante el ánimo del joven decayera. Pero consiguió dinero prestado de uno de sus compañeros para poder divertirse en la nieve; y trató de olvidar su desgracia lo mejor que pudo.
A los pocos días recibió por correo la billetera con las fotografías que en ella tenía, el permiso para manejar y las monedas que se hallaban en uno de los compartimentos. Había perdido sólo los 34 dólares en billetes.
Dos semanas después de haberle ocurrido aquel incidente desagradable, al andar por los terrenos del colegio, Guillermo encontró un monedero sin identificación alguna. Al contar el dinero que aquélla contenía, descubrió, para sorpresa suya, que había 34 dólares con 50 centavos. Pensó entonces que Dios le había enviado ése dinero para recuperar precisamente lo que se le había perdido, pero escuchando la voz de su conciencia lo llevó a la oficina de objetos perdidos. Allí registraron su nombre y el número de su teléfono.
Seis semanas más tarde Guillermo recibió una llamada telefónica de la oficina de objetos perdidos. Como nadie había reclamado aquel dinero, ahora se lo entregaban como suyo. El joven enseguida le dio gracias a Dios por haber premiado su honestidad. Además de haber recuperado su dinero, recibía ahora cincuenta centavos de recompensa.